Una atención más en urgencias del Hospital de Sant Pau i Santa Tecla.
Esta historia ocurrió en verano, el verano de 2018. Batallita Miranda.
Quede por delante que Tarragona es un lugar idílico para vivir todo el año, los que no tienen el privilegio de vivir ahí todo el año, veranean y arañan unos pocos días a sus vidas monótonas añadiendo Sol, playa y buenos recuerdos para el resto del año. Esta es una historia de uno de esos veraneantes y su familia…
Un día cualquiera de guardia en el Hospital de Sant Pau i Santa Tecla, media noche, sonó el busca. Me avisaban que un niño de catorce años se había entrillado el dedo en la puerta y el aspecto no era muy bueno.
Llegué en breve al box. Un muchacho nervioso imberbe lloraba y se exclamaba de dolor. Una mujer de más de setenta años le acompañaba. Él nervioso, ella calma, él agitación, ella temple.
Me presenté y me dediqué a valorar los daños. Debía realizar una cura e intentar mejorar esa punta de dedo. (Lo vamos a dejar ahí para no herir sensibilidadades…)
¿Por qué ella era todo calma?
Cuando dejé de observar el dedo y el niño -mientras la anestesia actuaba- me dispuse a charlar con esa dama. (Quitar hierro al asunto siempre funciona. Ofrecer tranquilidad y serenidad.)
Era una mujer de una edad incierta entre setenta y pocos y ochenta y muchos. La vida la había tratado bien, había envejecido con dignidad. Poseía un porte y un señorío que pocas veces observo.
Aún con las prisas de salir corriendo al auxilio de su nieto, llevaba un lindo vestido malva que la favorecía. Eso sí, se había dejado las gafa de cerca.
Fue entonces cuando ella me confesó que de joven había sido enfermera quirúrgica, enfermera de traumatología.
Se había casado con el jefe de traumatología de su hospital, años después había enviudado. Posteriormente rehizo su vida al lado de su actual marido que ejercía de abuelo al 100%.
Al resumirme su vida, comprobé una vez más como el dolor puede acompañarte en épocas duras de la vida. Imaginé como fue criar unos hijos sola sin una figura paterna al lado. Ella percibió mi empatía hacia lo que explicaba….
Su amplia sonrisa lo llenó todo.
Ella comentó que se había sorprendido gratamente al comprobar que el doctor traumatólogo, era la doctora traumatóloga.
Me soltó: mi marido siempre decía que la traumatología era una especialidad de hombres. (Algo que me confesó la irritaba profundamente, esa rotundidad con que él se lo repetía continuamente.)
– Los tiempos han cambiado, gracias a mujeres como usted, yo llegué donde llegué.
Le dije que yo no era una rareza, que en mi hospital trabajaban cinco traumatólogas en nómina. ¡Entonces si que se exclamó de manera superlativa!
Hablamos de técnicas quirúrgicas, de nuevos materiales empleados en quirófano, de mejoras anestésicas, de materiales obsoletos. De otros tiempos. Una gozada .
Me soltó que le encantaría volver un día a quirófano para observar esos grandes avances técnicos.
Cuando se despidió de mi… (Una enfermera quirúrgica.)
– Como me gustaría tener una charla con mi difunto marido!
Y pícaramente le solté:
– Claro que sí para decirle: cariñooo qué equivocado estabas!!
A ella se le escapó una carcajada al imaginar la situación cómica – a lo Gila, con teléfono de mesa negro y cable de toda la vida- y su marido al otro lado del teléfono.
Nos echamos unas risas a la memoria de su difunto esposo. Nos despedimos, nos veríamos en curas para curar a su nieto.
Cachitos de corazón y dedos, historias de trauma.
Esa noche de verano, de guardia, esa dama y yo tuvimos una charla enriquecedora, íntima y profunda. Fue una de esas personas que te regala la vida que te acaricia el corazón mientras continuas trabajando en lo que te apasiona, la traumatología.
No le pude pedir más a la vida y a la guardia…
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Más batallitas Miranda.
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